martes, 26 de febrero de 2013

El reflejo



Estaba flaco, mas que de costumbre. Lucía extraño a la última vez que lo había visto. Su cuerpo ya no tenía su forma atlética que había ostentado, sino que estaba delgado de forma insalubre. 
Tengo que admitir que me sorprendió el aspecto de la cara: llamaba la atención de una forma desagradable. Terriblemente demacrada, dejaba relucir sus arrugas por el andar del tiempo, marcando un contraste tranquilizador a comparación de sus peores años... 
Tenía una expresión malhumorada, de una triste repugnancia al peso de la experiencia, al paso de los años. El ceño fruncido parecía haberse vuelto una costumbre que se evidenciaba en la profunda marca de su entrecejo. 
Atrás habían quedado esos tiempos de largas y frondosas cabelleras, que lucía alegremente por la vida. En su lugar, unos pocos pelos canosos adornaban un cuero cabelludo que ya se veía casi íntegramente. Me daba una cierta calma verlo tan apacible, tan quieto y debilitado. 
Lo miré a los ojos y aparté la vista enseguida. Me posé en las manos. No podía verlas bien porque estaban dentro del chaleco, pero sabía que las estaba moviendo. Sus dedos largos parecían conservar su fuerza frenética. Todavía los podía recordar acariciando el cuerpo que perdía color y se volvía frío. 
Cerré los ojos enérgicamente y los abrí de nuevo. 
¡Por Dios que flaco estaba! Daba pena ver su semblante encorvado, deforme por el deterioro de los huesos. Era un esqueleto haciendo de fantasma con una sábana de piel y sangre. Irónicamente, mis labios se arquearon en una sonrisa fugaz por la metáfora. 
Sucedió tan gradualmente que seguramente no se había dado cuenta. La vejez lo había golpeado fuertemente, llegando a un galope veloz. Primero un año, después otro, después ESE año, después otro y ahí estaba, postrado en una habitación, tratando de sobrevivir a un nuevo invierno. 
De joven vigoroso a viejo decrépito, de hombre de la casa a un gélido asilo, de poderoso emprendedor a estorbo social, de amante cruel y feroz a un pobre solitario. 
Lo desesperante de su situación era lo irreversible de la misma. El hecho de no poder hacer nada para cambiarla lo deprimía de una manera atroz. La forma de desperdiciar sus últimos años lo volvía loco, un poco mas. Una depresión que se dejaba ver en sus párpados entrecerrados, en el brillo de sus ojos. ¿Una mirada de auxilio quizás? Había que ser bravo en serio para escaparse de tantos medicamentos. Volví a apartar la mirada con rapidez. 
Sonó una campanada en una iglesia cercana, que marcaba la media noche. ¿Cuánto habría cambiado el mundo que había conocido? Otra campanada. ¿Dónde habrán ido a parar todos aquellos con los que había compartido su vida, su felicidad? Otra campanada resonó en sus oídos. Tenía los ojos bien abiertos ahora, en una mueca de terror, de ese miedo que recorre el cuerpo y lo desgarra. ¿Qué pasaría, a dónde iría?, ¿se perdonarían los pecados?, ¿se perdonaría su sadismo? Ya no escuchaba las campanadas, pero estaba seguro de que seguían sonando. Lo deben haber notado, porque rápidamente tenía sus manos agarrándome fuertemente para calmarme. Mientras tanto otro médico se llevó el espejo y mi reflejo se fue con él. 
Sentí la aguja punzante en el cuello y al cabo de un rato estaba manso de nuevo, mirando por la ventana de la celda, otra vez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario